Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA DEL PERÚ



Comentario

Capítulo LVIII


De cómo Belalcázar desbarató un capitán que enviaron contra él y llegados a Tomabanba, recibieron grande alegría los naturales en ver los cristianos con los cuales formaron amistad; y de cómo los capitanes de Quito salieron para les dar guerra



Había determinado Ruminabi e Zopezopagua, que era el gobernador de Quito, que fuese un capitán del linaje de los incas llamado Chuquitinto a ponerse con una guarnición de gente cerca de Coropalta para ofender a los cristianos sus enemigos, antes que en los Cañares entrasen. Ofrecióse de hacer algún hecho grande. Llevó consigo poco más que mil hombres de guerra; habiendo hecho alto cerca de Coropalta, deseaba que los españoles llegasen, pareciéndole a él, y a los que le acompañaban, no harían gran hazaña en los desbaratar y matar a todos.

Belalcázar, habiendo adelantádose de su gente --como se ha dicho-- con treinta caballos, llegó a vista de la gente de guerra, y en tanta manera se asombraron de ver los caballos y que ya estaban encima de ellos que, llenos de temor y espanto, comenzaron a huir. Desbaratada esta gente, estuvo en el lugar Belalcázar ocho días en los cuales acabó de llegar al real, y juntándose los unos con los otros.

Sabían los Cañares cómo los españoles iban contra los de Quito, de que mostraron gran contento y alegría, porque Atabalipa y los otros que habían quedado en su nombre, los habían quebrantado y robado lo más y mejor de sus haciendas. Belalcázar tuvo aviso como en aquella tierra aguardaban a los españoles con paz y amor. Hizo luego mensajeros esforzándolos en el propósito, loando la virtud de sus pasados y de ellos. Con esta embajada se alegraron más los Cañares; y, los principales de la tierra, con más de trescientos hombres armados para les ayudar, fueron a encontrarse con Belalcázar; llorando muy agriamente todos ellos, de placer, de que vieron a los españoles implorando su ayuda contra sus crueles enemigos, afirmando que Dios, condoliéndose de ellos ponía tanta virtud en sus brazos que bastase a lo que habían hecho para que ellos fuesen vengados de los que sin razón ni justicia los habían robado y muerto los más de ellos. Belalcázar los recibió bien; prometió de los tener por amigos y de les dar venganza de sus enemigos. Y esta paz fue firme; no ha quebrado ni faltado, aunque los españoles, en diversos tiempos y por casos que han sucedido, han sido molestos a estos Cañares y los han fatigado y hecho en ellos lo que suelen hacer en todos los demás. Servíanlos con voluntad, sin doblez, llevando en sus hombros cargas del bagaje hasta llegar a su provincia, donde todo el tiempo que por ello anduvieron fueron muy servidos, y proveídos bastantemente de lo necesario. Notaron mucho Belalcázar y los que con él iban los aposentos que hallaron en Tomabanba cuántos y cuan ricos y cómo estaban tan bien trazados y el edificio de piedras sutilmente puestas, y en unas y otras hecho el encaje para asentar. Conocieron que habían dicho los indios verdad de haber robado grandes tesoros del templo, y de los palacios, porque vieron las señales donde estaban. Veían grandes manadas de ovejas y carneros. Pareció a todos que sería acertado caminar con celeridad hacia el Quito, porque allí pensaban henchir las manos con los muchos tesoros que decían haber. En el Quito, luego se supo cómo habían entrado los españoles en los Cañares; y de la amistad que entre unos y otros asentaron, después de haber desbaratado al capitán que habían enviado.

Tornaron los principales y mandones con los sacerdotes de los templos a entrar en consulta tomando nuevos consejos para lo que les convenía hacer para que los cristianos no prevaleciesen contra ellos; pues estaba claro, si los superaban, para siempre quedarían en servidumbre y cautiverio de gente extranjera, y tan cruel como por la experiencia sabían. Y otras cosas sobre esto hablaron, animándose los unos a los otros para la defensa de sus tierras y conservación de sus personas en tranquila paz, para con ella poder gozar de sus fiestas y religión, como sus antecesores, por aplacar al sol, dios soberano de ellos, y al gran dios hacedor de las cosas, a quien llamaban Ticiviracocha, y a los otros sus dioses que, habiendo de ellos piedad y misericordia, les diesen la victoria contra los cristianos. Se hicieron grandes sacrificios a su costumbre, matando muchos animales, la sangre de los cuales rociaban en los altares donde estaban las arcas para hacer la ofrenda. Y por consejo de los que hablan con el demonio y parecer de todos los sacerdotes fue determinado que los capitanes y mandones saliesen con toda la gente de guerra al camino a se encontrar con los cristianos, sus enemigos, llevando confianza en que los desbaratarían y matarían.

Los capitanes mandaron que la gente que estaba derramada se juntase para que partiesen luego a defender la entrada que los españoles hacían en la tierra y recogiéronse más de cincuenta mil hombres de guerra, todos con sus armas y aderezos para ella pertenecientes; y con buena orden, llevando proveimiento necesario salieron de Quito caminando por el camino real hasta llegar a Teocajas; donde, entrados en su acuerdo, les pareció aguardar en aquella parte a los cristianos porque sabían estar ya muy cerca de ellos, saliendo espías que sabían bien la tierra para tomar aviso de lo que hacían, y adonde llegaban.

En esto, Belalcázar, que fue capitán animoso para estas conquistas, con buena orden y concierto que tenía con su gente, llegó hasta entrar en los tambos principales de Teocajas, donde se aposentaron los nuestros y salió Ruy Díaz con diez caballos por su mandado a correr el campo para reconocer lo que había. Los indios de guerra tuvieron aviso de las espías de la salida de estos diez cristianos. Alegráronse creyendo que sin mucho trabajo los matarían a la abajada de un collado alto y ancho por donde va el camino que ellos llevaban. Y así, Zopezopagua, gobernador de Quito, con su gente, Ruminabi con la suya, se pusieron en orden. Los diez españoles habían abajado la sierra, y llegado al llano por do pasaba un río, y un indio con un grito, dijo: "¡Véislos aquí! ¿Qué aguardáis?". Salieron a ellos con una grita infernal, habiendo para cada cristiano mil indios. Fue Dios servido de los guardar de sus manos con daño de ellos porque muchos fueron muertos con las lanzas, juntándose los españoles, con ánimo grande. Y uno de ellos, viendo en el peligro en que estaba, a pesar de los indios, volvió al tambo, donde dio cuenta a Belalcázar de cómo estaban cercados del poder de todos los indios. Luego, salieron los de a pie y los de a caballo con sus armas, quedando algunos para guarda del real.

Los capitanes de los indios salieron por todas partes e la batalla entre todos se trabó de veras, juntos los españoles con los nueve que fueron con Ruy Díaz. Animábanse unos a otros diciendo que mirasen cuán pocos eran los españoles y que si sus pecados permitían que por ellos fuesen de aquella vez vencidos, quedaban señores de su antigua tierra y de ellos también, de los cuales serían tratados ásperamente. Los cristianos también hacían sus consideraciones, que les convenía pelear con esfuerzo pues no les iba menos que las vidas. En esto los caballos discurrían por los escuadrones. El campo estaba lleno de los muertos que caían y los indios tuvieron tanta constancia en el pelear cuanto se puede decir, porque puesto que conocían su perdición y la gran ventaja que los españoles les tomaban, aunque eran tan pocos; mantuvieron la pelea sin dejar la batalla hasta que él, que todo puede --que es Dios--, entró de por medio con la oscuridad de la noche que envió, que fue causa que los unos de los otros se partieron sin del todo ser vencidos ni vencedores. Mataron los indios dos caballos e hirieron algunos cristianos. El uno de los caballos era de Albarrán, y el otro de Girón; de que pesó mucho a todos, porque la fuerza de la guerra y quien la ha hecho a estos indios, los caballos son. De los indios murieron --a lo que yo entendí-- más de cuatrocientos de ellos y heridos mayor número. Belalcázar, habiendo recogido su gente, volvía a los tambos. Decíanles los indios que no pensasen que había de ser lo que fue en Caxamalca, que ellos los habían de matar a todos. Y como fuese de noche, juntáronse enviando los heridos a que fuesen curados, comiendo los demás, haciendo albarradas y fuertes para estar seguros de los españoles que también habían curado los heridos y entendían en reposar ellos y sus caballos del trabajo pasado. Quieren decir que a uno de los caballos que murieron, cortaron los indios la cabeza y los pies y los enviaron por presente a los señores de la comarca, teniendo en más haber podido matarle que no perder los que de ellos fueron muertos.

Belalcázar y los suyos platicaron sobre lo que harían para poder ir seguramente al Quito, porque supieron de algunos, que se pasaban, cómo los indios de guerra eran muchos, y se habían hecho fuertes por el camino que habían de llevar. Determinaron de tomar otro que iba a salir a Chimo y a los Purúas. Era gran dificultad no saber la tierra, porque entonces entraban nuevamente en ella. Salieron los caballos con los peones llevando el bagaje; pusieron fuego a los tambos cuando salían, dicen unos que para con el ofuscamiento del humo saliesen sin ser vistos de los enemigos, otros cuentan que no es sino por quemar a los dos caballos que los indios mataron porque no cortasen cabeza ni pies; de lo que otros también cuentan porque no tuviesen presunción que habían bastado a matar caballos, pues algunos de ellos creyeron ser inmortales: lo cual yo no creo ni tal a ellos oí.

Caminaron toda la noche por entre unos collados con gran pena por no saber ciertamente si iban bien encaminados. Un indio de aquella tierra que se había hallado en Caxamalca, queriendo granjear su amistad, avisó de cómo Ruminabi y Zopezopagua, y otros capitanes, estaban con gran golpe de gente puestos en el camino real aguardando a les dar guerra; más que por amor de ellos, él los guiaría por camino seguro y los pondría fuera del lugar peligroso. El capitán se lo agradeció, diciéndole que lo hiciese así y que tuviese entera fe con los españoles, que ellos se lo pagarían bien; y, tomando a este indio por delante, caminaron. Sabia la tierra tan bien, que los llevó por entre unos vallecetes hasta que salieron a un río por bajo de donde la gente de guerra estaba; que ya habían entendido lo que había pasado y el camino que los cristianos llevaban, de que recibieron grande angustia; y congoja, y no teniéndose por seguros donde estaban, desampararon aquella estancia sin dejar en ella sino fue algunos indios que hiciesen muestra de estar en ella todos. Belalcázar dio prisa que pasasen aquel río, pareciéndole que estaría de la otra parte de él, más seguro; y con la diligencia y presteza que tienen los hombres en estas partes, se hizo luego con gran brevedad.